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Vol. 20. Núm. 6.Diciembre 2000
Páginas 477-565
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Gestión clínica y nefrología: ¿un tren que hay que coger?
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Rafael Matesanza
a Servicio de Nefrología, Hospital Ramón y Cajal. Ex director general del INSALUD, Madrid, Madrid, España,
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Todas las ramas de la medicina y entre ellas la nefrología, han avanzado de manera espectacular en el último cuarto de siglo. Las enfermedades son mejor prevenidas, mejor diagnosticadas y mejor tra­tadas, y lo que es más, todo hace pensar que en los próximos años asistiremos a progresos terapéuticos de la mano de la donación o de la terapia génica que hoy apenas acabamos de imaginar. No es ex­traño por tanto que la población haya pasado a con­siderar como perfectamente habitual lo que no hace muchos años era excepcional o simplemente una fantasía. La situación queda perfectamente resumida en estas líneas publicadas hace unos años en el dia­rio francés «Le Nouvel Observateur»:

«En la sociedad actual se considera que...

—   la salud es un derecho,

—   la enfermedad una injusticia,

—   la muerte un escándalo.»

Y lo que quiere un ciudadano, en el fondo es muy simple...

«Queremos

—   que se nos cure

—   una medicina eficaz, igualitaria y justa

—   escoger a nuestro médico

—   quererle y que nos quiera

—   ser más viejos

—   morir con buena salud.»

Exigimos en suma, la cuadratura del círculo.

Y como conseguir la cuadratura del círculo es caro, los costes de la asistencia sanitaria se disparan y van representando cada día un porcentaje mayor del pro­ducto interior bruto de los países desarrollados (obvio es decir que por desgracia el tercer mundo se mueve en unas coordenadas muy diferentes). Más de 14 de cada 100$ que se producen al año en USA se dedican a la asistencia sanitaria, lo que no impide que su sistema deje sin cobertura a una parte importante de su población cercana a los 40 millones de personas. En la Unión Europea los porcentajes del producto in­terior bruto (PIB) dedicados al sostenimiento de unos sistemas sanitarios que de una u otra forma protegen a la gran mayoría de sus habitantes, oscilan entre el 6 y el 10% si se contabilizan las aportaciones públi­cas y privadas. En España, el porcentaje del PIB de­dicado a sanidad está alrededor del 7%, con una de las posiciones más predominantes del sector público de los países de la OCDE. Estas cifras ponen de ma­nifiesto que nuestro país ha alcanzado en términos relativos unos niveles de esfuerzo económico que se sitúan en la zona media-baja de Europa Occidental, aunque en términos absolutos, al ser nuestra renta per cápita inferior a la media europea, el gasto anual por habitante medido en dólares está en valores cercanos a la mitad de los de los países con cifras más elevadas como Alemania y Luxemburgo.

Para el año 2000, el presupuesto del sector pú­blico sanitario se sitúa aproximadamente en los 4 billones y medio de pesetas, lo que significa un pro­medio de 121.000 por persona protegida y año. De la evolución ascendente del gasto sanitario puede dar una idea el hecho de que en el período 1996-­2000 pasamos en números redondos de los 3,5 a los 4,5 billones anuales, con un incremento por­centual de alrededor del 28%, frente al 16,3% que crecieron los presupuestos generales del Estado du­rante el mismo período. Lo que es lo mismo, en sólo un cuatrienio, el dinero que los españoles extraemos cada año de nuestros impuestos para dedicarlo a sa­nidad creció nada menos que en un billón de pe­setas a un ritmo del 7% anual, un 70% más de lo que crecieron los gastos totales del Estado y unas cuatro veces más que el ritmo de inflación. Pese a estos datos objetivos, lo cierto es que algunos de los servicios de salud transferidos acumulan deudas im­portantes que evidencian un aumento de los gastos superior al de los ingresos y en general, no creo estar equivocado si digo que la percepción mayoritaria de profesionales y usuarios es que a duras penas se van haciendo frente a las nuevas demandas de la población en forma de nuevos medicamentos, más prestaciones u hospitales y centros de salud más cer­canos, quedando siempre un largo etcétera de necesidades potenciales o aspectos que podrían ser mejorados si hubiera más medios».

Con este dinero, y con su actual configuración, el Sistema Nacional de Salud tiene sus luces y sus som­bras: por una parte es capaz de incorporar con toda celeridad la más alta tecnología, y de hecho la asis­tencia al enfermo renal mediante diálisis y trasplan­te constituye un buen ejemplo. Sin embargo, la inevitable consecuencia de una cobertura universal es la existencia de listas de espera constituidas así en un factor regulador de la demanda. Ello hace que la percepción que tiene la población de nuestro siste­ma sanitario sea un tanto maniquea al tener que convivir realidades tan aparentemente paradójicas como los tratamientos mas sofisticados junto con es­casas comodidades hoteleras y demoras importantes en el acceso a las intervenciones quirúrgicas o a las pruebas diagnósticas, incompatibles en ocasiones con una asistencia de calidad.

Lo que admite pocas dudas es el hecho de que las demandas de los ciudadanos van a seguir cre­ciendo como consecuencia de dos factores funda­mentales: el envejecimiento de la población y el desarrollo de nuevas tecnologías derivadas del pro­gresivo desarrollo científico-técnico en el campo sa­nitario. En toda Europa Occidental, pero muy fun­damentalmente en España asistimos a una inversión progresiva de la pirámide de población, es decir: cada vez menos jóvenes y más gente mayor con más necesidades asistenciales. Según datos de la OCDE, el consumo de recursos sanitarios tras la etapa inicial de la vida, va aumentando de forma lenta y progresiva hasta los 65 años. A partir de aquí comienza un crecimiento exponencial que llega hasta a multiplicar por cuatro los niveles basales al alcanzar los 80 años de vida. Más del 75% del consumo de recursos sanitarios se produce habitual­mente en los últimos años de vida.

Pero con ser importante el envejecimiento, lo son mucho más aún las innovaciones tecnológicas. En un estudio reciente de la King's Fund sobre las causas del incremento del gasto del National Health Servi­ce británico, se encontró un paralelismo mucho más acusado con la introducción de nuevas tecnologías que con las variaciones demográficas derivadas del envejecimiento de la población. Obvio es decir que hablamos de prestaciones sanitarias y no de las sociosanitarias con las que a veces se solapan, pero que tanto desde el punto de vista conceptual como presupuestario constituyen un apartado distinto.

Un ejemplo claro de aumento imparable e ínti­mamente ligado al desarrollo tecnológico lo consti­tuye el gasto farmacéutico, eterno caballo de batalla de todas las administraciones y los gestores sa­nitarios. Las razones son muy claras: de cada 100 pesetas dedicadas en España a la sanidad, 26 se de­dican a medicamentos, alrededor de la cuarta parte o lo que es lo mismo, mas de 1,2 billones de pe­setas al año sumando el gasto por receta a los me­dicamentos hospitalarios. Si a ello se une que du­rante la última década, y salvo medidas puntuales (recorte de márgenes de farmacias y/o laboratorios), el ritmo de crecimiento de esta partida presupues­taria ha sido de un 10% como promedio, entre 5 y 8 puntos por encima de la inflación, se comprende fácilmente la trascendencia del problema. En este caso no es que se prescriban más medicamentos dado que el número de recetas apenas si crece o lo hace en el entorno de un 1%, sino que los medi­camentos antiguos son sustituidos por otros más mo­dernos, a veces más eficaces, a veces no tanto, pero eso si, con un coste unitario no infrecuentemente entre 10 y 15 veces superior y que en su conjunto explica ese 10% de aumento cada año.

A estos datos numéricos se une la difícil previsi­bilidad del incremento de este capítulo dado que la introducción de determinados principios activos en el mercado puede suponer desviaciones muy im­portantes de la que es con diferencia la partida más volátil de todo el presupuesto, aunque como con­trapunto también una de las más gestionables. Por poner un ejemplo, una desviación de un punto en el presupuesto de farmacia se traduce en 12.000 mi­llones de pesetas, más o menos lo que cuesta cons­truir tres hospitales comarcales o contratar cerca de 2.000 médicos.

Cito estas cifras para poner de manifiesto que fren­te a ellas, y aunque nuestro país haya entrado por derecho propio en el grupo de los países desarro­llados de la Unión Europea, España presenta todavía unos desequilibrios socioeconómicos importan­tes y está significativamente por debajo de los nive­les de renta de los países más ricos, con índices más elevados de paro y unas prestaciones sociales me­nores que las de aquellos. En este contexto, cual­quier partida presupuestaria que crezca por encima de la media (y ya hemos visto que las sanitarias en general y las farmacéuticas en particular crecen muy por encima), lo hace en detrimento de otros capítulos, que pueden ser tan o más importante o que al menos son susceptibles de ser puestos en una ba­lanza. Por todas estas razones quienes trabajamos diariamente desde uno u otro puesto para sacar ade­lante el sistema sanitario lo mejor posible, estamos obligados a gestionar los recursos necesariamente limitados asignados a Sanidad, so pena de que de no hacerlo así, el sistema pueda entrar en un peligro cierto de quiebra.

EL SISTEMA NACIONAL DE SALUD ESPAÑOL

Con preocupante periodicidad, habitualmente condicionada al afloramiento de intereses políticos, mediáticos, sindicales o simplemente gremiales, nuestro sistema sanitario suele recibir andanadas de críticas tan crueles como injustas, a menudo lanza­das por quienes mas se jactan en defenderlo. Ya hemos comentado el escenario de demanda cre­ciente en el que nos movemos y la insatisfacción que ello genera, pero un mero ejercicio de compa­ración objetiva con los resultados obtenidos en los países de nuestro entorno, sobre todo si se pone en relación con los recursos empleados, nos sirve para desechar este injustificado pesimismo histórico y va­lorar mejor lo mucho conseguido. Muy reciente­mente nuestra sanidad era catalogada por la OMS entre las primeras del mundo, con realidades tan in­contestables como el mejor sistema de trasplantes de entre todos los países desarrollados, una cobertura universal con prestaciones asistenciales prácticamente ilimitadas y una esperanza de vida situada entre las mayores del mundo, superior a la de países que gastan bastantes más dólares por habitante que nosotros. Aunque ayudados por factores extra­asistenciales como el clima o la dieta mediterránea, un simple cociente entre estas dos magnitudes (es­peranza de vida y gasto por habitante) fue utilizado por el ex ministro de sanidad Ernest Lluch para de­finir un índice de eficiencia en el que España ocupa con diferencia el primer puesto con gran ventaja sobre los siguientes clasificados. Una especie de mi­lagro de los panes y de los peces comparativos que merece la pena ser puesto encima de la mesa cada vez que a una denuncia de mal funcionamiento del sistema le sigue una acusación de mala organización o de despilfarro.

Pero que percepción tiene el ciudadano de a pie de la sanidad española? Casi con toda seguri­dad, el llamado Informe Abril ha sido con diferen­cia el análisis más serio que se ha realizado en nuestro país. Nueve años después de su publica­ción sigue plenamente vigente, tanto por lo que se refiere al diagnóstico de situación como a muchas de sus recomendaciones, aplicadas casi siempre de forma parcial y, como diría el profesor Costas Lom­bardia, a menudo sin citar su procedencia. Una de las recomendaciones del Informe Abril fue la realización anual de una encuesta hecha con una metodología constante a lo largo del tiempo, que se conoce con el nombre de Barómetro Sanitario. Según esta encuesta que se viene realizando desde el principio de la década de los noventa, son mayoría los españoles que se sienten satisfechos con el sistema sanitario, aunque consideran que es ne­cesario introducir en el algún cambio (63% en el 98 vs. 44,9% en el 91). Frente a ellos, un 35,7% considera que es necesario introducir reformas fun­damentales o bien rehacerlo por completo (55,6% en 1991).

Existe pues un consenso creciente entre la población, que además es compartido por un número sig­nificativo de clínicos y gestores sobre la necesidad de conservar los valores esenciales de nuestro sistema al tiempo que se admite la necesidad de una serie de reformas cada día más ineludibles que permitan una modernización necesaria para afrontar los nuevos retos. También hay bastante acuerdo en algunos de los principios que deberían inspirar esta reforma, tales como la descentralización (en consonancia con la fi­losofía del estado de las autonomías) y la autonomía de gestión aunque no en la forma de llevarlas a cabo. Un sistema como el español, fuerte y necesariamen­te centralizado en sus inicios va evolucionando ine­ludiblemente hacia una mayor responsabilidad de la estructura periférica que hasta ahora no puede decir­se que haya desarrollado la mayor parte de su po­tencial en cuanto a toma de decisiones.

A lo largo del último cuarto de siglo, España ha experimentado una de las transformaciones sociológicas, políticas y económicas más espectaculares de las registradas en todo el mundo. Una de las cau­sas y a su vez de las consecuencias de este proce­so ha sido el paso progresivo desde una administración fuertemente centralizada hasta el que sin duda va camino de ser el estado más descentraliza­do de la Unión Europea si es que no lo es ya. El actual Sistema Nacional de Salud deriva del antiguo Institute Nacional de Previsión, caracterizado por una financiación inicial a cargo de las cuotas de los trabajadores y una organización centralizada acorde con el momento de su creación. Con posterioridad se sentaron las bases de la integración progresiva de las diversas redes asistenciales públicas (todavía ina­cabada). La Ley General de Sanidad de 1986 esta­blece una descentralización acorde con el estado de las autonomías, que tiene prevista su culminación a lo largo de esta legislatura con la transferencia del Insalud a las 10 comunidades autónomas cuya asis­tencia sanitaria aún esta gestionada por el gobierno central. El tercer cambio fundamental en el tema que nos ocupa es que desde hace dos años, la sanidad ha pasado a estar financiada al 100% a través de los impuestos pagados por todos los españoles y no como hasta ahora de una forma total o parcial por las cuotas de los trabajadores. Ello va a implicar ne­cesariamente la cobertura de toda la población in­cluido el pequeño porcentaje no encuadrable en los requisitos vigentes hasta ahora (haber cotizado a la seguridad social o carecer de recursos).

¿POR QUE LA AUTONOMIA DE GESTION?

Como decíamos antes, podemos sentirnos satisfe­chos de como ha evolucionado nuestra sanidad, y es más que probable que no hubiéramos llegado a la situación actual si no se hubiera partido de una concepción global del sistema, con una estructura piramidal en la que el carácter funcionarial e igua­litario predomina sobre cualquier otro matiz. Sin em­bargo, este sistema lleva implícito toda una serie de inconvenientes que van aflorando a medida que se hace más patente el proceso descentralizador en el que estamos empeñados desde hace ya casi dos décadas.

Uno de los mayores problemas estructurales de la sanidad española, probablemente radique en que el sistema ha ido evolucionando a lo largo de los años hacia la incentivación perversa de todos sus actores. Cada uno en su nivel, los distintos servicios de salud, los hospitales, los servicios y los médicos encuentran en su actividad diaria toda una serie de estímulos o incentivos para asumir cuantas menos res­ponsabilidades mejor. Lo que es lo mismo, nos hemos dotado de un marco de actuación en el que objetivamente no se dan las condiciones para que quien trabaje más y mejor (en todos los niveles antes citados) y ha reconocido su esfuerzo y sea premiado o retribuido en consecuencia. Si pese a todo las cosas funcionan, y en opinión de muchos funcionan bastante bien, es porque la gente en general y los profesionales de la sanidad en particular, con un ele­vado componente vocacional actúan mayoritariamente guiados por una serie de estímulos no estric­tamente materiales, si no en gran manera ligados a un ansia de superación y a un sentido del deber y la responsabilidad que en modo alguno cabe consi­derar que compartan otras muchas profesiones.

En todo caso, no es difícil coincidir en el carácter inadecuado de esta situación y en su responsa­bilidad en lo que se ha dado en llamar síndrome del «burn out» o del médico «quemado». Bien es verdad que este síndrome no es en absoluto priva­tivo de nuestro país (en mayor o menor medida se da en todas las latitudes), ni tampoco cabe concre­tarlo en los médicos puesto que afecta a múltiples sectores. Cada uno de ellos tiene sus peculiaridades pero en general suele haber un factor común: la exis­téncia de una desproporción real o sentida entre las expectativas, las ilusiones y el esfuerzo puesto en una determinada profesión (con el alto componente vocacional antes citado) y los resultados o el reco­nocimiento objetiva o subjetivamente conseguidos. En el caso de la sanidad, el alejamiento de los médicos de las tomas de decisión en cuanto a la ges­tión de recursos, acrecentado por una sensación de divorcio casi secular entre clínicos y gestores con los desajustes que ello genera, dibuja una situación poco deseable para un sector que mueve (no solo gasta) 7 de cada 100 pesetas que produce este país.

Se podría aducir que esta afirmación es suscepti­ble de hacerse extensiva a cualquier otra empresa o actividad pero ello no es exactamente así. En los manuales de gestión se exponen cuatro tipologías de empresas atendiendo a la calificación del soporte físico y de los recursos humanos:

—     Baja calificación del soporte físico y de los re­cursos humanos: empresa de limpieza.

—     Baja calificación del soporte físico pero alta calificación de los recursos humanos: bufete de abogados.

—     Alta calificación del soporte físico con baja calificación de los recursos humanos: central térmica.

—     Alta calificación del soporte físico y alta calificación de los recursos humanos: hospital.

Los hospitales son por tanto el prototipo de una empresa con una estructura muy sofisticada y cada vez más costosa, manejada por unos profesionales altamente cualificados. Es muy difícil encontrar un caso similar de centro de trabajo con una propor­ción tan elevada de licenciados superiores, muchos de ellos con el grado de doctor y con actividades y puestos universitarios, y cuyos ayudantes más nu­merosos son licenciados de grado medio. A su vez, esta situación que los médicos hemos pasado a con­siderar como algo habitual infunde bastante más res­quemor que el que muchas veces se cree entre algún que otro político metido a gestor sanitario con es­caso o nulo curriculum universitario, lo que con fre­cuencia explica más de un desencuentro de conse­cuencias indeseables.

Precisamente aquí radica el núcleo gordiano de todos estos razonamientos: puesto que la naturaleza misma de la asistencia sanitaria implica que el médico este continuamente adoptando decisiones clínicas con fuertes implicaciones económicas, la no participación, o mejor la no corresponsabilización de los profesionales sanitarios en general y de los médicos en particular es una situación que cuando menos puede calificarse de ilógica. De aquí surge el concepto de gestión clínica que en resumen supo­ne la asunción de la gestión de los recursos por parte de los profesionales. Parte de una premisa muy concreta: la mejor forma de obtener un mayor rendi­miento de los recursos sanitarios es fomentar una buena practica clínica basada en la adecuación del uso de recursos diagnósticos y terapéuticos. Resulta básico admitir que una práctica clínica efectiva pro­voca a su vez un uso efectivo de los recursos, por­que esta afirmación constituye el fundamento de la incorporación de la gestión clínica como una forma diferente de hacer las cosas en los hospitales.

La importancia de una implantación progresiva de este concepto y todo lo que lleva aparejado radica en que el nivel en el que se mueve la gestión clínica es donde realmente se produce la gestión, se ordena el gasto, se genera la calidad y se propicia o no la satisfacción del usuario. Su generalización es probablemente la única receta que puede romper el divorcio entre médicos y gestores y a su vez con­tribuir a devolver a aquellos una gran parte del protagonismo perdido en los hospitales y en el sistema sanitario en su más amplio sentido. La gestión clínica se perfila hoy como el único mecanismo capaz de colocar los incentivos a un mayor y mejor ren­dimiento, en el lugar y en la dirección adecuada. Constituye en definitiva la clave para lograr algo tan complicado como el alineamiento de intereses entre profesionales y administración.

Como no hay nada nuevo bajo el sol, es proba­ble que muchos de los que lean estas líneas, en es­pecial algunos de los responsables de unidades de Nefrología sientan identificada su actividad hospita­laria desde hace muchos años con el concepto de gestión clínica dado que han participado de una forma decidida en la toma de determinadas deci­siones con fuertes implicaciones económicas. Se re­mediaría así el ejemplo de aquel que descubrió un buen día que llevaba hablando en prosa toda la vida sin saberlo. Ello es verdad solo a medias porque si bien es cierto que un número significativo de médicos hospitalarios en general y muy singularmente de nefrólogos, hace ya muchos años que optaron por involucrarse de una forma decidida en la ges­tión de unos recursos sin duda cuantiosos, la es­tructura del sistema público español ha hecho prác­ticamente inviable profundizar de una forma cierta en este camino.

Las razones son muy claras. No se puede hablar seriamente de una corresponsabilización en la gestión si no se produce una cierta transferencia de riesgos, todo lo matizada que se quiera dado que es­tamos hablando de hospitales públicos, pero en todo caso imprescindible. No puede hablarse de descentralización y de autonomía de gestión si en los dis­tintos eslabones del sistema no se está dispuesto a asumir una cierta dosis de riesgo dependiente de los resultados obtenidos. Estas circunstáncias no se han dado nunca en la mayor parte del sistema público por la sencilla razón) de que tampoco a los hospita­les se les ha concedido esa mayoría de edad que su­pone permitirles gestionar con autonomía unos re­cursos que además no iban a crecer proporcional­mente en el caso de que se trabajara más o con mejor calidad. Difícilmente se puede transferir al servicio ni mucho menos al médico una responsabilidad que el hospital realmente no tiene y para la que ni ha estado preparado ni ha contado con las herramien­tas adecuadas. Esta es la situación y el problema es si entre todos podemos y queremos darle la vuelta.

LA GESTION CLINICA. EL HOSPITAL DEL FUTURO

Queda claro por tanto que la estructura centrali­zada del sistema no ha favorecido para nada esta cesión progresiva de responsabilidad y parcelas de poder en la toma de decisiones que representa en suma la gestión clínica. El camino a seguir es cual­quier cosa menos fácil y las resistencias al cambio, con las que hay que contar en cualquier proceso de transformación importante y que merezca la pena, van a ser muy marcadas porque para muchos de sus actores de este proceso, incluidos no pocos gesto­res y responsables intermedios, asumir esta nueva fi­losofía supone un giro copernicano en su forma de pensar y de actuar. Sin embargo, todo hace prever que este proceso dista mucho de ser una moda pa­sajera y que la gestión clínica con todo lo que ello implica viene para quedarse.

Porque como casi todo en este mundo cada día con menos fronteras, no estamos hablando de un ca­pricho del gobierno de turno sino de una tendencia bastante más global y por tanto de mayor calado. Con el pomposo término de «empeoramiento» se co­noce la tarea nada fácil de retirar las no pocas tra­bas que la organización ha ido poniendo al médico para asumir la responsabilidad de la gestión clínica. Solo en los últimos años, los distintos servicios de salud españoles han ido dando pasos más o menos firmes en una dirección indispensable para moder­nizar el sistema. En frase del recordado Fernando Abril Martorell: «Guste o no guste es necesario trans­formar, regenerar y sanear el sistema.»

Uno de los aspectos más relevantes de las refor­mas sanitarias de los Países occidentales es el cam­bio en los sistemas de financiación de los hospitales. Tradicionalmente el presupuesto de cada hospital venia a ser más o menos del «histórico + ÍPCD», es decir, el del año previo una vez cubiertos los défi­cits correspondientes más el incremento que permi­tieran los presupuestos de cada año. Se comprende fácilmente que esta situación genera y premia todo tipo de ineficiencias, elimina cualquier posibilidad real de mejorar la cuenta de resultados ya que de conseguirse se podría producir la paradoja de llevar aparejada una menor financiación. Es la incentiva­ción perversa a la que antes aludíamos y que inevi­tablemente se va a transmitir a todos los componen­tes del hospital con las consecuencias fáciles de constatar en cualquier centro.

Solo en los últimos años tanto el Insalud como al­guna de las comunidades con sanidad transferida han comenzado a ajustar la financiación de sus hospitales en virtud de la actividad realizada y la com­plejidad de la patología atendida, así como de los resultados alcanzados en el cumplimiento de los objetivos de calidad establecidos en el contrato de ges­tión. Ello ha implicado, una codificación cercana al 100% de los informes de alta y una profundización en la contabilidad analítica que permite conocer el coste de cada proceso en los distintos tipos de hos­pitales. De esta forma se puede llegar a precisar la cuantía y la localización de las posibles bolsas de ineficiencia determinando la parte del presupuesto que corresponde a una «subvención a la explota­ción» que debe disminuir de manera progresiva para que el hospital se vaya asimilando poco a poco a los mas eficientes de su grupo.

Se trata de un proceso todavía lento pero inexo­rable por el que los hospitales van estableciendo unas relaciones más adultas y responsables primero con los servicios centrales y posteriormente entre si. Este camino hacia una mayor autonomía tiene que transmitirse hacia el interior de los centros provo­cando importantes modificaciones en la correlación de fuerzas, que se enfocaran necesariamente a buscar una mayor eficiencia y a mejorar su competiti­vidad. Ello traerá aparejados muchos fenómenos que hoy tan solo empezamos a vislumbrar. Hará posible algo sobre lo que pocos discrepan: la libre elección de hospital y cuando sea posible también de médi­co pero con la consiguiente repercusión positiva en aquellos servicios que por la razón que sea atraigan más enfermos y generen una mayor satisfacción del ciudadano. A su vez se producirá un cambio inevi­table en la actual organización jerárquica caracteri­zada por una gran brecha entre los cargos directi­vos de los hospitales y los responsables de servicio o unidad, dando lugar a lo que se conoce como un « aplanamiento del organigrama» motivado por una mayor presencia de los médicos en la gestión del centro.

La organización de los hospitales actualmente pi­votada en torno al servicio va evolucionando clara­mente hacia el proceso asistencial con un enfoque multidisciplinar imprescindible en la medicina mo­derna. Esta evolución organizativa permite una ade­cuada planificación y programación al tiempo que asegura una utilización más eficiente de los recur­sos empleados. Pasa ineludiblemente por una pro­tocolización de los procesos asistenciales y por la utilización de unos sistemas de clasificación de pa­cientes como instrumentos que permitan la medida de la cantidad y la calidad de la atención médica prestada.

Los protocolos o mejor aun las vías clínicas (cli­nical pathways) son planes asistenciales que se apli­can a enfermos con una determinada patología. En ellas se define la secuencia, duración y responsabi­lidad óptima de la actividad de los profesionales sa­nitarios y se da una perspectiva interdisciplinar y de continuidad e integración de los cuidados entre ni­veles. Como se ve, las vías clínicas son bastante más que unos acuerdos profesionales sobre criterios diag­nósticos o terapéuticos. Estas herramientas son sin duda importantes pero necesariamente tienen que acompañarse de una definición de objetivos con es­pecificación de los correspondientes estándares, una planificación de los criterios diagnósticos y terapéu­ticos y un sistema adecuado de supervisión que permita conocer de forma ágil el grado de cumpli­mentación. Conceptualmente las vías clínicas deben diseñarse de acuerdo con los criterios de la «medi­cina basada en la evidencia» y deben servir sobre todo para reducir al máximo la variabilidad de la practica clínica, al tiempo que evitan ineficiencias, identifican la responsabilidad de cada profesional, permiten una programación cuidadosa del ingreso del enfermo y facilitan la información de enfermos y familiares. En su evaluación es preciso utilizar no solamente los indicadores de cumplimentación de la vía sino también la satisfacción de los enfermos, los resultados clínicos y los costes.

Por lo que se refiere a los sistemas de clasifica­ción de pacientes, el más utilizado en nuestro medio es el de los grupos de diagnósticos relacionados (GDR). Sirven para agrupar las altas de pacientes hospitalizados en un número limitado de categorías de similares características clínicas y de consumo de recursos. Cualquier intento de profundizar en la ges­tión clínica debe llevar aparejado un desarrollo óp­timo de los sistemas de información con un lenguaje común que sirva a la vez a médicos y a gestores, previo diseño de indicadores y cuadros de mando adecuados a las distintas áreas del hospital.

La gestión clínica integrada se completa con la gestión de los recursos materiales y económicos. Ello supone la necesaria introducción en la mentalidad del médico de una serie de elementos empresaria­les, materializados en un contrato de gestión suscri­to entre el servicio o unidad funcional y la gerencia del hospital. En dicho contrato debe figurar clara­mente especificada la cartera de servicios del área clínica, sus objetivos asistenciales para el año en curso, el volumen previsto de actividad asistencial con las penalizaciones correspondientes en caso de no cumplirse, los objetivos de calidad tanto institu­cional como los propios del área, con análogo rango que los asistenciales y las condiciones de finan­ciación. Lógicamente debe tratarse de un proceso progresivo en el que al principio se trabaja con un contrato «sombra» que debe permitir poco a poco a los clínicos ir asumiendo las competencias pacta­das al tiempo que se produce la dosis convenida de transferencia de riesgo que necesariamente va implícita en toda experiencia de gestión. Es impres­cindible disponer de las herramientas precisas para que desde un principio el servicio disponga de una cuenta de explotación que permita identificar bene­ficios o perdidas derivadas de su actividad. Dentro de esta cuenta se consideraban como ingresos aquellas cantidades que el hospital «factura» a los servi­cios centrales a través de su contrato de gestión y como gastos los correspondientes a personal, fungi­bles, estancias, consumo de laboratorio, radiología, etc., en definitiva los gastos generados por su acti­vidad asistencial. Como es lógico, en el caso de que la cuenta arroje resultados favorables, estos deberán transformarse tanto en incentivación personal como en inversiones en equipamiento, formación, personal, etc., de acuerdo con los criterios y las pro­porciones previamente acordadas en el correspon­diente contrato.

De todo lo expuesto hasta ahora se deduce el carácter necesariamente gradual y progresivo de este proceso, entre otras razones porque el esfuerzo de formación de todas las personas involucradas en el mismo y la energía que es preciso invertir para su puesta a punto son enormes por parte de todos. Los límites en cuanto a definir hasta donde llega la ce­sión de responsabilidades tendrán que venir marca­dos por la normativa vigente en cada momento, y esta a su vez ser el resultado del grado de compro­miso que ambas partes, gestores y clínicos sean ca­paces de asumir. No en vano se ha dicho que «en la gestión clínica, el problema no es la medición del producto, los sistemas de información ni la conta­bilidad analítica sino el compartir o no una misma escala de valores: la confianza». Efectivamente, no se concibe una profundización real en este camino si la eterna bipolaridad entre médicos y gestores no pasa a convertirse en un marco decidido de colaboración y confianza mutua.

Como fácilmente puede comprenderse, la figura del jefe de servicio va a tener que experimentar unas transformaciones muy importantes ya que por un lado va a tener un mayor margen de maniobra en cuanto a la toma de decisiones que repercutan en su unidad, pero por otro va a tener que asumir decididamente el papel de gestor, formándose para ello si es que aun no lo ha hecho. Las dosis de lideraz­go necesarias para llevar a cabo estas experiencias son desde luego muy superiores a las que hoy se perciben en muchos de nuestros hospitales. No hace falta ser muy imaginativo para percibir un fu­turo cambio muy profundo de roles, que en reali­dad ya se ha empezado a producir, pero al que todavía le queda un largo tramo por recorrer hasta que se asuman mayoritariamente las funciones requeri­das por esta importante transformación de nuestra sanidad.

LA NEFROLOGIA Y LA GESTION CLINICA

La gestión clínica puede aplicarse como es lógico a cualquier servicio médico, quirúrgico o central, pero es cierto que hay sectores del hospital mucho más proclives a convertirse en unidades de gestión clínica que otros. Probablemente la actividad deri­vada del funcionamiento habitual de un servicio de nefrología sea de las mejor encuadrables de una forma natural en este apartado. De hecho ya en los años setenta, cuando en otras especialidades apenas si se intuía la existencia de esta especie de «santo grial» en que hoy se ha convertido la gestión, los nefrólogos ya éramos conscientes de que manejábamos unos recursos muy cuantiosos en un marco necesariamente limitado, y que en consecuencia era preciso un compromiso de intereses con la administración para lograr así dar el mejor tratamiento posible para el mayor número de enfermos. En pocos o en ningún campo de la sanidad española se han evaluado en más ocasiones los costes individuales o globales de las distintas formas de tratamiento que se barajan en la insuficiencia renal, e incluso se han hecho sucesivas propuestas de ordenación de re­cursos tanto a nivel nacional como autonómico y hospitalario.

Los alrededor de 120.000 millones de pesetas anuales que se calcula mueve el tratamiento susti­tutivo de la uremia en España, y que representa como en países similares en cuanto a desarrollo eco­nómico y sanitario entre un 2 y un 3% de los pre­supuestos destinados a sanidad, son probablemente una de las partidas en las que mas plausible pare­ce aplicar los conceptos de la gestión clínica. Las unidades de diálisis en todas sus modalidades por­que constituyen un entorno bien definido donde se aplican a un número reducido de enfermos unos tra­tamientos multidisciplinares que implican un elevado consumo de recursos. Los programas de tras­plante porque igualmente suponen la agrupación funcional de diversos servicios en torno a un deter­minado tipo de enfermos también con un consumo elevado de recursos. Finalmente la hipertensión, con su característico enfoque multidisciplinar es otro ejemplo de lo que puede representar una sinergia no solo entre varios servicios hospitalarios sino también con los médicos de atención primaria.

Con estos antecedentes históricos y estas pers­pectivas futuras, jalonadas por el hecho innegable de la más que nutrida Pléyade de nefrólogos espa­ñoles que hemos pasado a engrosar de una forma temporal o definitiva la nomina de gestores sanita­rios, parece claro que nuestra especialidad esta lla­mada a jugar un papel más que significativo en todo este proceso y que seria un gran error por parte de los nefrólogos españoles dejar pasar la ocasión de situarse en primera línea. Si la lectura de estas líneas puede contribuir a que esto no ocurra o al menos a transmitir una información o proporcionar una perspectiva que no siempre es fácil de obtener desde el hospital, habrán cumplido su cometido.

EXPERIENCIAS ACTUALES DE GESTION CLINICA

Las vías clínicas, orientadas alrededor del enfer­mo con determinados procesos de especial preva­lencia o consumo de recursos, constituyen la pieza clave de los llamados institutos o áreas clínicas fun­cionales. Se trata de agrupaciones funcionales de servicios clínicos diseñada para proporcionar una atención integral al paciente según su proceso. Cons­tituyen una fórmula organizativa intermedia entre el servicio clínico y las estructuras hospitalarias con autonomía de gestión; se enmarcan en el ámbito de un hospital, estructuradas en base a los procesos clínicos, con participación, implicación, cesión de ries­go y cumplimentación de sistemas de información como elemento de evaluación de coste-efectividad y calidad. Constituyen un avance importante en la orientación de los centros hacia las necesidades del paciente, y a la vez en la motivación y participación de los profesionales en la gestión, además de contribuir a la flexibilización y al aplanamiento del or­ganigrama hospitalario. A lo largo de los últimos años la mayoría de los servicios de salud españoles (Insalud, Osakidetza, SAS, SERGAS) y algunos hos­pitales con especial ímpetu como el Clínic i Pro­vincial de Barcelona han iniciado experiencias de este tipo que actualmente se encuentran en estadios variables de desarrollo. En general las agrupaciones se han producido entre servicios médicos y quirúr­gicos, con las participaciones correspondientes de los servicios centrales, en torno a las patologías de mayor prevalencia como los procesos cancerosos, cardiovasculares u osteoarticulares, aunque también se han iniciado experiencias en torno a la patología renal. Además de los institutos se han creado unidades de gestión clínica centradas en un solo servi­cio, tanto de centrales (radiodiagnóstico, laboratorio) como médicos o quirúrgicos y en algunos casos te­niendo como eje la coordinación con la atención primaria en torno a determinadas patologías y con la ayuda de la telemedicina (por ejemplo, enfermedades de la piel).

Todavía es pronto para establecer unas conclusio­nes definitivas sobre lo que va a significar todo este proceso. Algunas experiencias han sido claramente positivas desde el punto de vista económico, orga­nizativo y de participación mientras que en otras los resultados no se vislumbran tan favorables aunque hay que tener claro que se trata de una carrera de fondo en la que es preciso no dejarse influir de ma­nera demasiado positiva o negativa por los acontecimientos inmediatos. Lo que si esta cada vez mas claro es que la figura del director del instituto es fundamental y su capacidad de liderazgo es la que va a marcar en gran parte el éxito o el fracaso del proyecto. A ello hay que sumar como factores de­cisivos el grado de implicación del equipo directivo del hospital y el proceso de formación de los pro­fesionales en los rudimentos de gestión. También re­sulta palpable que la posibilidad de desarrollar estas nuevas formas organizativas es algo que atrae cada día a un mayor número de profesionales y que aquellos servicios de salud que han pedido iniciativas para seguir por este camino se han encontrado con una avalancha de peticiones que en definitiva lo que hacen es situar ahora la pelota en el tejado de las administraciones que no pueden ni deben defraudar las muchas esperanzas suscitadas.

Será injusto acabar este artículo sin poner sobre la mesa las no pocas dificultades que se han planteado y se plantearan en el desarrollo de este proceso. De entrada, el hecho de que en el seno de un organis­mo vivo en equilibrio más o menos estable como es un hospital se mueva una pieza, aunque sea en la dirección adecuada, supone una recolocación de todo el mundo, real o presuntamente influido por el cam­bio y un posicionamiento inicial casi siempre negativo o en el mejor de los casos indiferente. Hay que saber que se trata de algo que puede considerarse fisiológica y en todo caso habitual, aunque como ocu­rre con muchos procesos orgánicos, el riesgo esta en la cronificación. A esta fase inicial que a veces dura bastante más que lo estrictamente deseable, suele se­guir una segunda fase de emulación en la que un número creciente de servicios empieza a considerar el proceso como imparable y aspira legítimamente a su­birse a un carro que intuye positivo. Lo previsible es que a la larga acaben conviviendo experiencias muy positivas con otras que no lo serán tanto creándose en todo caso todo un nuevo escenario de funciona­miento, que sin duda tendrá sus ventajas y sus in­convenientes con relación al actual, pero que casi con toda seguridad se adecuará mucho mejor a las nuevas necesidades de los tiempos que corren.

No ha sido en absoluto impremeditado el no haber analizado el siguiente escalón, imprescindible si de verdad se quiere avanzar en la dirección que estamos tratando: la autonomía de los hospitales y los mecanismos de relación entre ellos y entre los distintos servicios de salud. Resulta cuando menos contradictorio iniciar un proceso intrahospitalario de descentralización, autonomía y transferencia de ries­go a los servicios o unidades para al mismo tiempo negarle esas posibilidades al hospital donde asien­tan. Al mismo tiempo no es nada fácil explicar como si de la autonomía de gestión de un servicio se deriva un mayor atractivo para enfermos de otras áreas o incluso de otras autonomías, como se va a con­seguir la necesaria traducción presupuestaria (no puntual sino mantenida) y como en suma se puede dar la vuelta al sistema para que el dinero empiece a seguir al paciente y se introduzcan por tanto unos mínimos criterios de competitividad. Si la creación de unidades de gestión clínica no se sigue a medio­largo plazo de la correspondiente traducción extrahospitalaria se corre el riesgo de acabar con un sim­ple juego de mesa y frustrar así muchas de las ex­pectativas creadas en torno a este proceso lo que sin duda traería consecuencias indeseables.

Sin embargo, el hecho de que el debate sobre las formas más adecuadas para dotar a los hospitales de esta autonomía se viera durante la anterior legislatu­ra innecesariamente inmerso en un debate político en el que conceptos similares podían ser calificados de forma totalmente opuesta según la autonomía donde se pretendiese aplicar, hace en mi opinión ina­decuado abordar aquí este tema. De hacerlo, se tendrían que exponer con toda seguridad juícios de valor no necesariamente compartidos por todos los lectores y que podrían por tanto exceder claramen­te los limites de una publicación profesional como Nefrología, algo que en todo momento me he esfor­zado en evitar. Sólo decir que las empresas públicas andaluzas, los consorcios catalanes o de otras zonas de España, las fundaciones establecidas en varias autonomías de todos los signos políticos, las socieda­des estatales o las fundaciones públicas sanitarias son tan solo distintas formas de conseguir un objetivo común: la autonomía de gestión para los hospitales y demás centros sanitarios como paso imprescindi­ble para el proceso descentralizador que hemos des­crito.

No puede tampoco sorprender a nadie que ni los sindicatos ni un buen número de mandos interme­dios de los organigramas directivos médicos y de enfermería contemplen con, escaso entusiasmo estos cambios en los que adivinan, no sin razón, un re­corte importante de sus actuales prerrogativas. Constituye un motivo mas para que todo el mundo, médicos, gestores y responsables de la administración, tengan claras las ideas y no se dejen influir más allá de lo estrictamente necesario por las lógicas resis­tencias que un proceso de esta envergadura implica y que necesariamente hay que contraponer a los be­neficios obtenidos y sobre todo a la absoluta nece­sidad de acometer estas reformas.

Para finalizar, creo que merece la pena reseñar unas palabras de Francesc Moreu, una persona am­pliamente conocida en el mundo de la gestión sa­nitaria, que recientemente reflexionaba sobre los retos que supone para el sistema desarrollar este cambio: «difícil es hablar de gestión clínica si los profesionales no aceptan el paso de arte a ciencia de su actividad, si no entienden que para ello es preciso medir, contar y comparar, pasar de su evi­dencia a la certeza y situar esta certeza en el en­torno de la equidad. Muy difícil será su puesta en practica si los jefes de servicio no conceden el es­tatuto de socio a los que hoy son sus adjuntos y mo­difican su forma habitual de relación con ellos a par­tir de esta nueva instrumentación.»

Difícil verdad? Pero necesario y casi diría que im­prescindible para la supervivencia futura del sistema con los niveles de calidad adecuados. En todo caso, si las cosas al principio no discurren todo lo bien que a uno le gustaría, siempre queda el consuelo de recordar la famosa frase de Winston Churchill: «La clave del éxito es ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo.»

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