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Vol. 21. Núm. S4.Agosto 2001
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Trasplantes de órganos: Medio siglo de reflexión ética
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D. GRACIA
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NEFROLOGÍA. Vol. XXI. Suplemento 4. 2001 Trasplante de órganos: medio siglo de reflexión ética D. Gracia Catedrático de Historia de la Medicina. Facultad de Medicina. Universidad Complutense. Madrid. INTRODUCCIÓN La historia de la bioética comparte con la de los trasplantes de órganos algunas coincidencias muy significativas. La primera es su nacimiento casi simultáneo y por consiguiente el hecho de que ambas compartan una historia todavía breve. La segunda es una evolución casi paralela, de modo que la serie de problemas que han ido planteando la donación y el trasplante de órganos coincide bastante bien con la propia evolución de los problemas que ha ido afrontando e intentando resolver la bioética. Todo esto tiene una razón muy evidente. La bioética no ha nacido por capricho de nadie, ni es un puro fenómeno publicitario o una moda. Muchos lo pensaron así en un principio, pero el tiempo ha ido volviendo las cosas a su cauce. Hoy nadie duda que el nacimiento de la bioética es en buena medida la consecuencia del espectacular y sorprendente desarrollo que han tenido las ciencias biomédicas en la segunda mitad del siglo XX. Del mismo modo que durante su primera mitad las ciencias físicas sufrieron una auténtica revolución, durante la segunda mitad esa revolución se ha producido en el seno de las ciencias biológicas. Lo cual es también profundamente lógico, ya que el conocimiento de los constitutivos elementales de la materia inorgánica posibilitó a la vez que estimuló la investigación sobre los componentes elementales de los organismos vivos. De hecho, lo que supuso el descubrimiento de la mecánica cuántica durante los años veinte en el orden de la materia inorgánica, lo ha supuesto el descubrimiento de la biología molecular durante los años cincuenta y sesenta en el orden de la materia viva. Y así como de aquel descubrimiento se derivó toda una revolución técnica, el dominio y la posibilidad de manipulación de la energía nuclear, así también el descubrimiento del código genético durante los años sesenta posibilitó la puesta a punto a Correspondencia: Prof. Diego Gracia Facultad de Medicina Universidad Complutense Madrid comienzos de los setenta de una nueva tecnología, la de la recombinación de ADN, y con ello la posibilidad de manipular la información básica de la vida. La bioética nació por pura necesidad, como consecuencia de la revolución científica y técnica operada en las ciencias biológicas y médicas a partir de los años cincuenta. Los avances técnicos permitían hacer nuevas cosas que resultaban, cuando menos, problemáticas desde el punto de vista de su licitud. ¿Se «debe» hacer todo lo que se «puede»? ¿Es la ténica siempre y por definición intrínsecamente buena? ¿Puede haber conflictos entre el poder técnico y el deber moral? Estas preguntas parecen elementales, pero no han sido objeto de tratamiento sistemático hasta época muy reciente. La tesis que vino imperando durante buena parte del siglo XIX y durante toda la primera mitad del siglo XX es que lo científica y técnicamente correcto no podía ser malo. Ese fue el lema del positivismo, que toda cuestión ética era, en el fondo, una cuestión técnica mal planteada, y que por tanto todo problema técnico podía resolverse transformándolo en otro de carácter técnico. Y como quienes poseían el saber científico y técnico eran los especialistas, resultaba que éstos eran las grandes y únicos pontífices, no sólo de lo que era científica y técnicamente correcto, sino también de lo que debía considerarse bueno o malo. El científico era el nuevo sacerdote de la religión del positivismo, aquel que estaba en el interior de los grandes misterios de la naturaleza y que por tanto tenía la llave de lo verdadero y de lo falso. Y como lo verdadero no podía ser por definición malo, resultaba que el científico era también el gran moralista. Él decía lo que se debía o no se debía hacer. Los demás no tenían más que una obligación moral, y era obedecerlos. Ese fue el gran sueño de Augusto Comte, y tras él de legiones de científicos y técnicos. Es bien sabido que esta mentalidad prendió con especial fuerza entre los médicos, que la asumieron como se abraza una fe religiosa. Ellos se vieron a sí mismos como los redentores de la nueva humanidad, aquellos que iban a conseguir poco a poco desterrar la enfermedad, el malestar y la muerte de la faz de la 13 D. GRACIA tierra, y procurar a todos los seres humanos una vida plena y feliz. Lo único que exigían a cambio era, naturalmente, el reconocimiento de sus desvelos a todos los demás ciudadanos, y por tanto la más rendida obediencia y sumisión. Este es el origen moderno del paternalismo médico. Es muy curioso que el paternalismo político desapareció, al menos teóricamente, hace algo más de dos siglos, con las revoluciones liberales, a la cabeza de toda la revolución francesa de 1789. Ahora bien, ese rol paternalista al que a finales del siglo XVIII tuvieron que renunciar los reyes y gobernantes, se trasladó a la ciencia y a la medicina, que vieron reforzado su paternalismo precisamente por la filosofía positivista. Los científicos y los médicos eran ahora los nuevos reyes, los nuevos sacerdotes, aquellos que estaban más allá del bien y del mal. Como es lógico, en estas circunstancias carecía de todo sentido hablar de la ética del científico e incluso de la ética de la ciencia. La pregunta era superflua y la respuesta también. Las cosas comenzaron a cambiar en los años treinta y cuarenta de nuestro siglo, precisamente como consecuencia de los propios avances de la ciencia. La utilización bélica de la energía atómica, por una parte, y la experimentación médica en los campos de concentración durante el período nazi, por otra, abrieron los ojos de todo el mundo, tanto de los científicos como del público en general. Los científicos empezaron a darse cuenta de que su saber y su poder no tenían por qué ser intrínsecamente buenos; que los descubrimientos científicos y técnicos se pueden usar para hacer el bien y para hacer el mal, y que por tanto hay una pregunta específica, distinta de la del poder científico-técnico, que es el deber moral: si se debe o no se debe hacer algo. Más de una vez he recordado a este respecto la metáfora bíblica de la expulsión del paraíso terrenal. El texto dice: «Entonces se les abrieron a entrambos los ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos 1.» Algo así sucedió en Hiroshima y Nagasaki, en Dachau y Auschwitz. A entrambos, científicos y público en general, se les abrieron los ojos y se sintieron desnudos. El científico se dio cuenta de que había otras instancias distintas de la ciencia positiva que era necesario tener en cuenta, y el público en general empezó a desconfiar de la supuesta bondad natural de la ciencia. Pues bien, la bioética nació como consecuencia de todo este proceso, al término de él. No todo lo que se puede hacer se debe hacer. Y ello porque los seres humanos no sólo «podemos» hacer cosas, sino que también «debemos». La experiencia del deber es universal y tiene sus propias leyes. No es posible confundir el poder con el deber. De ahí que la pregunta por la ética no tenga nada de retórico ni su14 perfluo, como el científico, y en especial el médico, como consecuencia de su formación positivista, suele pensar. Cuanto más pueda hacer la ciencia, más importante será la reflexión ética. Y esto es lo que ha sucedido en el campo de la biomedicina en la segunda mitad del siglo XX, que el poder científico y técnico se ha incrementado de modo tan espectacular, que ha planteado con una gravedad hasta ahora desconocida la pregunta por el deber. El deber tiene sus propias leyes, decíamos. Por lo pronto, se trata de una experiencia universal, y en tanto que tal algo que no puede ser de competencia exclusiva de los científicos o de los profesionales. Dicho de otro modo, la gestión del deber no puede hacerse de modo paternalista. Esa es una de las consecuencias que el público sacó tras la hecatombe de la segunda guerra mundial. Cuando se pone en juego la salud y la vida de los ciudadanos, es lógico que éstos, todos ellos, tengan algo que decir, más aún, que tengan el derecho a tomar decisiones, a decidir. Basta de paternalismos. Todo poder tiene que estar controlado. Tiene que estarlo el del político, y tiene que estarlo también el del científico y el profesional. Y el mejor control posible es que se amplíe el ámbito en el que cada uno puede tomar sus propias decisiones, y se sometan las decisiones públicas al control de toda la comunidad. Eso supone tanto como llevar los derechos humanos y la democracia al campo de las decisiones sobre el manejo de la vida y la muerte, el cuerpo y la sexualidad. Estos espacios habían estado hasta entonces en manos de los especialistas, que eran quienes decidían por los demás. Esto ahora empieza a verse como incorrecto. Cuando las acciones afectan al cuerpo o a la vida de una persona, es lógico que ésta tenga mucho que decir, probablemente más que el propio profesional. Por tanto, era preciso cambiar el procedimiento de toma de decisiones. Esta ha sido la segunda gran revolución, consecutiva a la revolución técnica. No sólo la técnica es ambigua y peligrosa, sino que además el técnico tiene que cambiar su procedimiento de toma de decisiones, arrumbando el viejo paternalismo y teniendo en cuenta las opiniones y preferencias de los pacientes. Todo esto acaba generando un sistema de gran complejidad, que sólo ahora, transcurridas varias décadas, empezamos a manejar con una cierta suficiencia. El cambio es tan drástico, que está suponiendo la reeducación de todo el personal sanitario. Las cosas ya no pueden hacerse como se hacían antes. Es necesario actuar de modo distinto. Lo exige el respeto de los derechos humanos. Esto genera a su vez una nueva idea no sólo de la corrección sino también de la calidad de las relaciones. Un acto médico de calidad ya no se puede definir con los cri- TRASPLANTES Y ÉTICA terios de hace aún muy pocas décadas. Las reglas de juego son ahora, simplemente, distintas. Pues bien, un ejemplo paradigmático de todo esto lo tenemos en el campo de los trasplantes de órganos. Surgidos a mediados del siglo XX, han ido incrementando su eficacia y seguridad en las décadas subsiguientes de modo tan significativo, que antes de finalizar el siglo se habían constituido ya en un arma fundamental en la lucha contra la enfermedad y la muerte, asumida en mayor o menor medida por todos los sistemas sanitarios del mundo. Los trasplantes de órganos han supuesto una auténtica revolución en el mundo de la medicina y se han convertido en un procedimiento imprescindible para el correcto manejo de muchas patologías. Desde el punto de vista técnico los avances han sido sorprendentes, abriendo perspectivas terapéuticas hasta hace poco consideradas utípicas. Pero es que además el acto de la donación y de la recepción han exigido poner a punto técnicas nuevas de información, de obtención del consentimiento, de comunicación de malas noticias, etc. En el trasplante de órganos convergen la práctica totalidad de los problemas éticos de la medicina. En ese sentido cabe considerarle como un micromodelo que permite conocer las ventajas y también los inconvenientes y las dificultades de toda esta revolución técnico-ética. No sería incorrecto decir que muchas de las cosas que se han ido poniendo a punto en ese microsistema que es el trasplante de órganos, acabarán poco a poco aplicándose en todos los demás campos de la medicina. En lo que sigue vamos a analizar algunos de los problemas éticos que ha ido planteando la donación y trasplante de órganos a lo largo de su historia, y el modo como se han resuelto. Esos problemas han ido siendo diferentes, según la propia evolución de las técnicas. Me ha parecido conveniente hacer una ordenación por décadas. De hecho, en cada una de ellas hay un problema ético dominante. Nunca hay, por supuesto, un único problema ético, pero sí uno que concentra una mayor atención. Durante la década de los cincuenta, el gran tema de debate fue el de la mutilación que exige la donación de vivo. Poco a poco, según fue resolviéndose este problema, surgió otro, y es el de la utilización de los trasplantes en seres vivos con fines experimentales, es decir, la ética de la experimentación. En él se centra la reflexión de los años sesenta. Durante la siguiente década, y cuando los trasplantes empiezan a ser considerado ya terapéuticos, se abre otro campo de debate, y es el de la nueva defición de muerte y la donación de cadáver. El correcto manejo de ese problema permitió la generalización de esta técnica como procedimiento terapéutico. Pero ello, a su vez, fue el origen de nuevos problemas éticos. Uno primero, el más común durante la década de los ochenta, fue el de la distribución equitativa de órganos y recursos. Y si algo ha caracterizado a la ética de la última década, la de los años noventa, ha sido el tema de la organización. Con esto no han acabado los problemas, ni técnicos, ni éticos. El nuevo siglo nos ofrecerá sin duda nuevas posibilidades técnicas, como la de implantes artificiales cada vez más sofisticados y trasplante de órganos heterólogos, y con ello también nuevas cuestiones éticas. A reseñarlas dedicaremos la última parte de este trabajo. LOS AÑOS CINCUENTA: LA ÉTICA DE LA MUTILACIÓN Recordemos algunos datos básicos de historia de los trasplantes. El deseo de sustituir órganos vitales dañados irreversiblemente por otros procedentes de animales o de seres humanos es muy antiguo. Nos quedan testimonios de ello en la mitología de distintos pueblos. Pero sólo pudo pasar del deseo a la realidad en época muy reciente. Hay que recordar que hasta la segunda mitad del siglo XIX no se ponen a punto los procedimientos que permitieron el abordaje sistemático de la cirugía de cavidades: en primer lugar, la anestesia (Morton, 1846), y en segundo lugar la antisepsia (Líster, 1865) y la asepsia (von Gergmann, 1886). Esto permite entender que fuera en los años setenta y ochenta del siglo XIX cuando la cirugía de cavidades comenzó a elaborarse sistemáticamente. La figura más representativa de esta revolución es, sin duda, Theodor Billroth y su ejemplo paradigmático la técnica de la resección gastro-pilórica que lleva desde entonces su nombre, el año 1881. Una vez puesta a punto y regularizada la cirugía de los órganos de la cavidad abdominal, cosa que se hace en las últimas décadas del siglo XIX, inmediatamente se intentó trasplantar alguno de sus órganos vitales, más concretamente, el riñón. La primera operación tuvo lugar el año 1902, si bien la primera que tuvo éxito fue la que se realizó en Boston el año 1954, entre dos gemelos idénticos. Desde esa fecha las operaciones se hicieron cada vez más frecuentes. A partir de 1960 el trasplante de riñón cobró nuevo impulso. Ello se debió a la puesta a punto del aparato conocido con el nombre de riñón artificial (una máquina inventada por Willem Johan Kolff en Holanda durante la segunda guerra mundial, pero que no había podido convertirse en un procedimiento de aplicación rutinaria a pacientes 15 D. GRACIA crónicos hasta que el Dr. Belding Scribner no puso a punto, en 1960, la técnica del shunt o fístula arteriovenosa). El aparato de hemodiálisis permitió mantener con vida a los pacientes que podían ser trasplantados, prepararles para el trasplante y mantenerlos con vida en caso de complicaciones con el trasplante. Todo el debate ético de los años cincuenta gira en torno al trasplante renal. El riñón es un órgano par y el trasplante se realizaba con un órgano extraído de un sujeto vivo y sano. Se trataba prácticamente siempre de un familiar, ya que en los primeros años se requería una absoluta identidad inmunológica, lo cual no se conseguía más que entre gemelos univitelinos. El problema ético que se planteaba era, pues, el de la extracción de un órgano de un sujeto vivo y sano, a fin de trasplantarlo a otro y de ese modo salvar su vida. Hoy parece un problema menor, ya que se ha elaborado toda la teoría ética y jurídica de la donación, pero entonces no era así. La extracción de un órgano funcionante y sano de una persona viva tenía la calificación jurídica de delito en todos los códigos penales del mundo, y era la de «mutilación». Por ejemplo, en el código penal español estaba tipificada como tal en los artículos 418 y 419, y no perdió la condición de tal hasta el año 1979, con la aprobación de la ley 30/79, de 27 de octubre, sobre extracción y trasplante de órganos, y sobre todo con la modificación, en 1983, del artículo 428 del código penal español. El problema de si se podía provocar un mal en una persona en función de un bien futuro para ella misma o para otra, es viejo no sólo en los anales de la medicina, sino también en los de la ética médica. De hecho, se planteó ya con toda crudeza a comienzos del siglo XIX, como consecuencia de las campañas de vacunación antivariólica. Como es bien sabido, Edward Jenner puso a punto el procedimiento conocido con el nombre de vacunación antivariólica el año 1796, que pronto comenzó a utilizarse de modo masivo. La viruela era una enfermedad que atacaba sólo a los niños y adolescentes, razón por la que se la catalogaba entre las enfermedades eruptivas infanto-juveniles. La razón de ello es que producía inmunidad para toda la vida, motivo por el cual las personas de más edad ya no padecían la enfermedad, al haberse inmunizado en una oleada anterior. El caso es que la vacuna había que aplicarla a niños y jóvenes sanos, con la posibilidad de que de ese modo sufrieran los efectos de una enfermedad tan grave y mortífera como la viruela, en primer lugar, y en segundo ciertos efectos secundarios de la vacuna, como es la encefalitis. El problema estaba, pues, en saber si se podía someter a un 16 riesgo importante a sujetos sanos en orden a prevenir un riesgo teóricamente mayor, pero en cualquier caso incierto. El debate duró hasta mediado el siglo XIX. A partir de entonces se llegó al acuerdo de que los beneficios de la vacunación masiva compensaban todos los riesgos, hasta el punto de que se convirtió en obligatoria para toda la población. El caso de la extracción de un órgano vital como el riñon, por más que fuera par, no resultaba, ciertamente, idéntico al anterior, pero volvió a plantear la licitud de producir una lesión importante a un sujeto sano en orden a procurar un beneficio a otro u otros. Es el gran debate ético de los años cincuenta. Desde antiguo se ha venido discutiendo la licitud o ilicitud de este tipo de prácticas. En toda la tradición cristiana se ha aducido siempre una sentencia de san Pablo en una de sus cartas, la dirigida a los romanos, que condena expresamente la mentalidad de los que dicen: «Hagamos el mal para que venga el bien 2». Es el tema de realizar un acto incorrecto en vistas de un posible beneficio futuro. Este problema se conoce tradicionalmente como el de la relación entre medios y fines. La tesis más tradicional es la de «el fin no justifica los medios.» Por tanto, no pueden permitirse fines en sí malos para la consecución de fines buenos. El tema se encuentra planteado ya por Aristóteles en su Ética a Nicómaco. En ella Aristóteles diferencia de las acciones voluntarias e involuntarias, otras que denomina «mixtas». Y las explica así: «Parece que son involuntarias las cosas que se hacen por fuerza o por ignorancia; es forzoso aquello cuyo principio viene de fuera y es de tal índole que en él no tiene parte alguna el agente o el paciente, por ejemplo, que a uno lo lleve a alguna parte el viento o bien hombres que lo tienen en su poder. En cambio a lo que se hace por temor a mayores males o por una causa noble ­por ejemplo, si un tirano mandara a alguien cometer una acción denigrante, teniendo en su poder a sus padres o sus hijos y éstos se salvarán si lo hacía y perecieran si no lo hacía--, es dudoso si debe llamarse involuntario o voluntario. Algo semejante ocurre también cuando se arroja al mar el cargamento en las tempestades: en términos absolutos, nadie lo hace de grado, pero por su propia salvación y las de los demás lo hacen todos los que tienen sentido. Tales acciones son, pues, mixtas, pero se parecen más a las voluntarias, ya que son preferibles en el momento en que se ejecutan, y el fin de las acciones es relativo al momento. Lo voluntario, pues, y lo involuntario se refieren al momento en que se hacen; y se obra voluntariamente porque el principio del movimiento de los miembros instrumentales en acciones de esa clase está en el mismo que las ejecuta, y si el principio de ellas está en él, también está en su TRASPLANTES Y ÉTICA mano el hacerlas o no. Son, pues, tales acciones voluntarias, aunque quizá en un sentido absoluto sean involuntarias: nadie, en efecto, elegiría ninguna de estas cosas por sí mismo 3.» He transcrito este largo párrafo porque él demuestra perfectamente las dudas que tradicionalmente han existido sobre este tipo de acciones. Desde cierto punto de vista parecen voluntarias y desde otro involuntarias. Al final, Aristóteles las atribuye el carácter de mixtas, lo que significa que son voluntarias en un sentido e involuntarias en otro. Esto es lo que dio lugar en los comentaristas antiguos 4 y medievales a la doctrina que más adelante habría de bautizarse como teoría del «acto voluntario indirecto», o del «doble efecto.» El lugar clásico de esta doctrina se encuentra en la Summa Theologica de Tomás de Aquino, y está basado directamente en la citada doctrina aristotélica 5. Todos los teóricos del principio del voluntario indirecto tienen claro que para que pueda aplicarse es preciso que se cumplan ciertas condiciones; al menos, las siguientes: primero, que se trate de un solo acto, y que por tanto el fin positivo y el negativo sean simultáneos, o al menos que el malo no preceda al bueno; segundo, que el fin directamente querido sea el bueno, y el otro sólo sea indirectamente querido, es decir, sólo permitido o tolerado; tercero, que no haya otro modo de conseguir el fin bueno que directamente se quiere; y cuarto, que haya una cierta proporcionalidad entre el fin pretendido y el tolerado, porque si éste es mucho más grave que el otro, el acto no se puede justificar. En los años cincuenta se intentó aplicar esta doctrina al tema de la extracción de riñones de sujetos vivos y sanos. Y el resultado fue decepcionante. En primer lugar, porque no se trata de un solo acto, ni por tanto el fin negativo, la mutilación, es simultáneo o posterior al positivo, sino que necesariamente tiene que precederle. En el texto de Aristóteles queda muy claro que tiene que tratarse del mismo acto. Por tanto, parece que la extracción de órganos de sujetos sanos resultaba difícilmente justificable de acuerdo con la teoría del doble efecto. Cabía echar mano de otra teoría que también tiene raíces paulinas 6. Se trata de la doctrina del mal de la parte por el bien del todo. De siempre se ha justificado el que uno pierda un miembro para salvar la vida. De hecho, en eso consiste el principio básico de la cirugía exerética. Se trata de producir un mal para conseguir un bien mayor. Este bien mayor no se tiene nunca la certeza de que se vaya a conseguir, pero al menos con esa intención se hace. De hecho, cuando Tomás de Aquino habla de la mutilación, dice que siempre es ilícita salvo en esos casos 7. La diferencia entre este caso y el de la ex- tracción de órganos está en que la mutilación de una parte enferma se hace, precisamente, porque está enferma y puede poner en peligro la estabilidad biológica del conjunto del organismo, en tanto que aquí, en la extracción de órganos, se parte del principio de que se mutila un órgano sano. Esta diferencia obligó a echar mano de otro texto, complementario del anterior, en el que Tomás de Aquino se pregunta si una persona puede elegir el respeto de su propio cuerpo en vez de la vida de otra persona, o, en otras palabras, si debe amar más a su hermano que a su cuerpo 8. Su respuesta es que poner en peligro la propia vida por el beneficio de otro, no puede ser considerada una obligación perfecta o de justicia, sino sólo imperfecta o de beneficencia. Este acto de beneficencia se funda en el amor de caridad y, por tanto, resulta incompatible con el comercio. Los familiares están haciéndose continuamente acciones benéficas unos a otros sin retribución económica, y poner la propia vida en peligro a favor de otro es una acción de este tipo 9. De aquí se dedujeron, al menos en la tradición europea, varias consecuencias muy importantes. Una, que la extracción de órganos de un individuo vivo y sano es moralmente justificable, pero siempre que se den varias condiciones, las más importantes de las cuales son que se trate de un familiar y que se haga por amor y no por dinero. De aquí procede toda la teoría de la «donación». El término donación tiene este preciso sentido, a diferencia del de compra o de otros similares. Hay una tercera característica que conviene resaltar en este tipo de aproximación ética. Se trata de que el deber moral de donar se considera imperfecto o de beneficencia, no perfecto o de justicia. Por tanto, nadie puede obligar a otra persona a donar un órgano, y tampoco puede coaccionarle moralmente, diciendo que se trata de una obligación moral el salvar la vida de una persona en peligro, máxime cuando se trata de un familiar. La teoría clásica dejó claro desde el principio que la donación es un acto altruísta que uno puede exigirse a sí mismo, pero que nadie tiene derecho a exigir a los demás. Esta fue, salvo raras excepciones, la actitud europea ante el tema de la extracción de órganos. El conflicto entre técnica y ética se resolvió elaborando toda una teoría de la «donación» que implicaba el altruísmo, la gratuidad y la absoluta voluntariedad. La tesis europea es que en cualquier otro caso, es decir, cuando la extracción no pudiera adecuarse a la doctrina de la donación, había que considerarla moralmente reprobable. En esto se distanció de las tesis que por esos mismos años comenzaron a defenderse e instaurarse en la medicina nortea17 D. GRACIA mericana. Allí se partió de otra tradición filosófica y ética, pragmática y utilitarista, y se consideró que si el ser humano tiene capacidad para donar ha de tener por definición también capacidad para vender. De hecho, la donación y la venta son dos tipos de contratos jurídicos que requieren condiciones muy similares. Quien puede donar, puede vender, y viceversa. Pero es que además no se ve por qué una persona que recibe un perjuicio, como es la exéresis de un riñón, no puede ser compensado económicamente por ello. Recordemos que todo el derecho civil se basa en la doctrina del resarcimiento económico o monetario de daños o perjuicios. ¿Por qué la extracción de órganos debía juzgarse con patrones distintos? LOS AÑOS SESENTA: LA ÉTICA DE LA EXPERIMENTACIÓN El éxito conseguido a partir de 1954 con el trasplante de riñón animó a los investigadores a probar con otros tipos de trasplantes. La década de los años sesenta es aquella en la que más experimentación se hace en la cirugía de trasplantes. Basta recordar algunos nombres y fechas para convencerse de ello. René Küss realizó en 1960 el primer trasplante de riñón con éxito entre personas no emparentadas. El pulmón fue trasplantado por vez primera por James Daniel Hardy el año 1963. Ese mismo año Thomas Earl Starzl realiza el primer trasplante de hígado. En 1966, Richard Carlton Lillehei efectúa el primer trasplante de páncreas. Y un año después, en 1967, el cirujano sudafricano Chirstiaan Neethling Barnard trasplantó el primer corazón humano. Pocos años antes, en 1964, James Daniel Hardy, de la Universidad de Mississippi, había trasplantado un corazón de chimpancé a un ser humano. Todos estos acontecimientos, y en especial el trasplante de corazón realizado por Barnard, levantaron una enorme polémica. Quizá porque el corazón es una víscera con una simbología religiosa, mitológica, literaria, etc. muy especial, y quizá también porque cuando se realizó, en 1967, el público estaba ya muy sensibilizado por los acontecimientos de los años anteriores, el caso es que se produjo una explosión de críticas, algunas de ellas llenas de agresividad e indignación. La tesis que comenzó a correr es que se estaban utilizando seres humanos como conejillos de indias, sin ningún tipo de reparos. Inmediatamente surgió el recuerdo de los experimentos en los campos alemanes de concentración durante la segunda guerra mundial. Para muchos, los nuevos experimentos no iban a la zaga de los anteriores. En algunos aspectos hasta podían supe18 rarlos. Era necesario que los Estados tomaran cartas en el asunto y empezaran a regular este tipo de intervenciones, que parecían hacerse más por medro y prestigio personal que por auténtico interés científico. Recordemos algunos hechos y fechas significativos. La década se abrió con el escándalo de la talidomida. Fue en 1961 cuando Lenz en Alemania y McBride en Australia descubrieron el efecto de la talidomida sobre el desarrollo de las extremidades de los embriones humanos. El asombro fue mayúsculo. Poco después, en 1963, salió a la luz pública uno de los varios escándalos de estos años, el caso de los ancianos inoculados con células cancerosas en el Jewish Chronic Disease Hospital, en Brooklin, Nueva York. Por otra parte, Henry Beecher publicó en 1966 su famoso artículo denunciando una amplia serie de experimentos criticables desde la ética 10. Este artículo se comentó ampliamente en la prensa especializada y fue seguido de una polémica dentro de la propia revista en que vio la luz. El tema se complicó con la aparición en 1967 de un libro que se hizo pronto famoso, Human Guinea Pigs, de M. H. Pappworth. El fin de todo este proceso es el libro de Beecher, publicado en 1970, Research and the Individual: Human Studies 11. Era claro que los Estados tenían que intervenir. Aunque en un principio se pensó que el Código de Nüremberg de 1947 era suficiente para regular la investigación biomédica, la experiencia posterior a la segunda guerra mundial demostraba claramente que eso no era cierto. La Asociación Médica Mundial redactó y aprobó en 1964 la llamada Declaración de Helsinki, que establecía los requisitos éticos que debían cumplir los experimentos o ensayos con seres humanos. Por su parte, el gobierno de los Estados Unidos, a través de la FDA, comenzó a intervenir. En 1962 modificó muy profundamente la Pure Food and Drug Act de 1906 y su sucesora, la Food, Drug, and Cosmetic Act de 1938. Poco después, en febrero de 1963, la FDA hizo público el nuevo reglamento que había de regir la experimentación de nuevos fármacos. Los NIH y el Departamento de Salud y Bienestar estudiaron acto seguido aplicar los mismos criterios y normas a las investigaciones que ellos patrocinaban o controlaban, y en 1966 hicieron públicas unas normas sobre Clinical Investigations Using Human Subjects, en las que, entre otras cosas, obligaban a que los protocolos fueran revisados por un Comité de la institución en que se fuera a realizar el ensayo. Es el comienzo de los Comités de Ensayos Clínicos. A partir de entonces ya no se considera suficiente el criterio de investigador principal. Es preciso que el comité revise tres puntos: 1) Los derechos y el bienestar de los sujetos; 2) La perti- TRASPLANTES Y ÉTICA nencia de los métodos utilizados para obtener el consentimiento informado; 3) La proporción riesgo/beneficio. Tras varias aclaraciones y modificaciones posteriores, esta política dio lugar a la publicación en 1971 del llamado Yelow Book, que es como se ha conocido al informe titulado The Institutional Guide to DHEW Policy on Protectionn of Human Subjects 12. A partir de ese momento todos los países comienzan a legislar y exigir un control cada vez más estricto de la investigación con seres humanos. Este es el medio en que se realizan los trasplantes de los años sesenta. Ni que decir tiene que las normas metodológicas y éticas del ensayo clínico se elaboraron pensando en la experimentación de fármacos, no en someter a prueba procedimientos quirúrgicos. La metodología utilizada con los medicamentos no puede aplicarse con bastante frecuencia a otros procedimientos, y concretamente al caso de las operacions quirúrgicas. Esa fue y ha sido hasta prácticamente el día de hoy la defensa de los cirujanos. Pero lo que cada vez ha ido pareciendo más evidente es que ciertos principios éticos básicos tienen que ser aplicados a todas las situaciones experimentales, y que además es necesario utilizar metodologías que permitan validar la eficacia y seguridad de los procedimientos. Nada puede considerarse terapéutico si no ha sido validado como tal. La investigación clínica es el proceso de validación de las prácticas clínicas, diagnósticas y terapéuticas. Por tanto, un procedimiento cualquiera, como el trasplante de riñón o de corazón, no podrá considerarse terapéutico hasta que no haya probado, al menos, su eficacia y su seguridad. Si no ha probado ser eficaz y seguro y no lo está probando, debe considerarse procedimiento meramente empírico. Y si no lo ha probado pero está en fase de probación, entonces debe llamarse procedimiento experimental. No hay duda que los trasplantes se hallaban en esta década en fase experimental. Y lo que había quedado ya claro en el Código de Nüremberg, y sobre todo fue aclarándose paulatinamente a lo largo de toda esta década, es que la fase experimental tiene su ética propia, distinta de la de la fase terapéutica. Lo que no puede hacerse bajo ningún concepto es pasar por procedimiento terapéutico lo que tiene carácter sólo empírico o en el mejor de los casos experimental. Eso es lo que el público creyó intuir vagamente en todo este asunto, y lo que le llevó a formular airadas protestas. El balance final de esta década fue muy importante. Se vio claro que la ética de la experimentación con seres humanos no podía dejarse en manos de los investigadores, como se había venido haciendo tradicionalmente. Ellos eran a la vez jueces y parte, y por tanto no cumplían con los criterios mínimos de imparcialidad. Era necesario que alguien velara por los intereses de los sujetos en quienes se experimentaba, controlando si se respetaban escrupulosamente los derechos humanos. Los llamados Comités de Ensayos Clínicos nacieron con esta misión. Su objetivo primordial, si no único, es hacer de abogados de los sujetos de experimentación, evitando cualquier tipo de abuso. El celo investigador, en principio tan loable, puede acabar siendo muy perjudicial para algunas personas. Y dentro de ese celo investigador, en esta década se dio también un cierto celo trasplantológico que hoy la sociedad, la legislación y la propia comunidad científica considerarían inaceptable. LOS AÑOS SETENTA: LA ÉTICA DE LA DONACIÓN La década de los años setenta planteó nuevos problemas. Por más que en los cincuenta se hubiera puesto a punto toda una teoría de la «donación» que permitía justificar moralmente la extracción de órganos pares en sujetos humanos vivos y sanos, esto en la práctica planteaba muchos problemas. Uno, muy importante, es que, de acuerdo con la propia teoría de la donación, ésta debía hacerse entre parientes, como modo de evitar el comercio. En teoría hubiera sido posible también la donación entre desconocidos, pero no hay duda que esto hubiera resultado muy difícil de llevar a la práctica sin una fuerte compensación económica. El ejemplo norteamericano, por otra parte, era buena muestra de ello. Pero la donación de vivo dentro del núcleo familiar planteaba un serio problema ético. Cierto que en el interior de la familia son más fáciles de entender las actitudes altruistas y hasta heroicas. Pero la teoría clásica de la donación siempre dejó bien claro que ésta es siempre un acto moral de los llamados supererogatorios; por tanto, un deber que uno puede considerarse obligado a llevar a cabo, pero que nadie más puede exigirle bajo ningún concepto. La ética clásica distinguió con toda nitidez dos tipos de deberes, que llamó, respectivamente, deberes de prohibición y deberes de promoción o de virtud. Los primeros se suelen formular de modo negativo y mandan no hacer cosas que se consideran incorrectas, como no matar o no mentir. Se trata de unos mínimos morales que no sólo nos obligan a todos y cada uno, sino que todos y cada uno podemos exigir a los demás que cumplan. Los deberes negativos pueden exigirse hasta coactivamente. Tal es la función del derecho penal. Pero esto no sucede con los deberes positivos o de virtud. Uno puede sentir la obligación moral de cumplir con uno de esos debe19 D. GRACIA res, por ejemplo, hacer un acto de beneficencia, pero nadie puede exigírselo a los demás. Son por ello deberes que uno tiene que gestionar personalmente y que todos los demás deben respetar. Hoy es frecuente distinguir entre ética de mínimos y ética de máximos. Los deberes negativos son los más típicos de la ética de mínimos, y los positivos, de promoción o de virtud, los propios de la ética de máximos. El derecho está sobre todo para asegurar el cumplimiento de los mínimos, y para permitir a cada uno que lleve a cabo sus máximos de acuerdo con su peculiar sistema de valores. En estos últimos el individuo debe gozar de completa libertad. Ahora bien, lo mismo que el Estado es el garante de los mínimos, la familia es una típica institución de máximos. En efecto, lo que la institución familiar pretende no es cumplir las obligaciones mínimas con sus miembros, sino hacer todo lo que pueda por ellos, compartir los valores (religiosos, políticos, culturales, etc.) que se consideran óptimos, y de ese modo aspirar todos juntos a la perfección y a la felicidad. Los padres quieren lo mejor para sus hijos, y por eso les educan en sus valores, en su religión, en sus ideas culturales, políticas, etc. La familia es una escuela de ética de máximos. Pero aquí es donde empiezan los problemas. Porque en una institución que aspira a los máximos morales y que considera que esa aspiración es un deber, es muy fácil convertir la exhortaciones en mandatos y por tanto los deberes positivos en negativos. El resultado es que puede no respetarse la libertad de las personas. No es fácil para un hijo asumir un credo religioso, o político, o incluso una profesión distinta a la que los padres consideran ideal u óptima para él. En este sentido, cabe decir que con gran facilidad la familia se puede convertir en una escuela de coacción y violencia, a veces física pero con mayor frecuencia moral. Pues bien, esto que se dice en general, cabe aplicarlo al tema de la donación de órganos. Cuando un familiar tiene una insuficiencia renal crónica y está deteriorándose o a punto de fallecer, es muy difícil que el núcleo familar no se convierta en un grupo de sutil o declarada coacción para el candidato a donante. ¿Quién se atrevería a volverse atrás en su decisión de donar, por ejemplo, por miedo? ¿Qué pensarían los demás miembros de la familia de él? ¿Cómo vivir el resto de la vida bajo la acusación de egoísta o incluso de asesino? Esto obliga a extremar en tales casos las condiciones del consentimiento informado, a fin de que sea realmente un consentimiento válido y auténtico. La experiencia ha demostrado que los donantes, especialmente si son jóvenes, suelen aceptar la donación inmediatamente después de conocer el estado 20 clínico del paciente y ser informados por el médico, pero que pasado un cierto tiempo se vuelven menos entusiastas respecto a la decisión tomada. Esto ha obligado a diferenciar el proceso de información del de toma de decisión, dejando entre ambos un tiempo prudencial para que el donante pueda reconsiderar su postura. Y también ha hecho necesario dejar muy claro que a toda persona que, por lo que sea, no quiere donar, hay que dejarle una salida honrosa en el interior de su grupo familiar, no revelando la causa real, que por ejemplo puede ser el miedo, y atribuyendo la imposibilidad de la donación a otro factor, como por ejemplo la falta de histocompatibilidad. Por todas estas razones, y por otra no menos importante, a saber, la dificultad de encontrar por esta vía órganos para todos los que los necesitaban, la donación de vivo llegó muy pronto a un cierto tope. En unos casos, porque se trataba de una donación imposible, dado que el órgano a trasplantar es único, como sucede con el corazón o el hígado; y en otros casos, porque el hecho de que la donación quede circunscrita al ámbito familiar hacía que por unas circunstancias u otras muchos pacientes no pudieran beneficiarse del trasplante. Todas estas razones hacían muy deseable buscar una fuente de órganos distinta del sujeto vivo y sano. La posibilidad ideal era, sin duda, la donación de cadáver. Pero ella topaba con varias dificultades, la primera y principal de las cuales era la propia definición de muerte. Es en la década de los setenta cuando este tipo de donación pasa de ser una posibilidad a convertirse en una realidad. Este avance vino provocado por la puesta a punto durante los años cincuenta y sesenta de distintas y eficaces técnicas de soporte vital que permitían suplir funciones vitales dañadas de modo irreversible, y por la ulterior reunión de todos esos procedimientos en las llamadas Unidades de Cuidados Intensivos. Allí empezaron a evaluarse mejor ciertos tipos de pacientes y a describirse situaciones clínicas de daño cerebral profundo e irreversible, hasta entonces poco claras. El año 1959, Wertheimer, Jouvet y Descotes describieron una situación clínica caracterizada por apnea, EEG plano y ausencia de reflejos tendinosos y troncoencefálicos, a la que denominaron «muerte del sistema nervioso». En su opinión, a estos enfermos debería suspendérseles la respiración artificial. Ese mismo año, Mollaret y Goulon denominaron a este cuadro «coma dépassé», un coma sobrepasado, algo rayano con la muerte biológica del sujeto. Pero fue en la década de los años setenta cuando este problema alcanza una solución razonable. Todo comenzó en 1968, año en que se produce un TRASPLANTES Y ÉTICA acontecimientos de la máxima importancia. Se trata de la publicación del Informe del Comité Especial de la Escuela Médica de Harward, que ponía a punto los llamados «criterios de Harvard» para la definición del «coma irreversible» 13. El Comité de la Universidad de Harvard estuvo presidido por un anestesista que ya nos es conocido, Henry K. Beecher. Como presidente del Harvard's Committee on Human Studies, Beecher seguía estudiando los problemas éticos de la experimentación con seres humanos. Su interés por el coma permanente vino de esta preocupación, ya que pensó que la definición de lo que era coma irreversible podía ser de gran utilidad para regularizar la experimentación con seres humanos. Su hipótesis era que los cuerpos y los órganos de los comatosos irreversibles podían ser de gran utilidad en muchos tipos de experimentación, como el ensayo de fármacos o los trasplantes 14. La experimentación con cuerpos en muerte cerebral podría reducir, en su opinión, la necesidad de utilizar seres humanos vivos, evitando de ese modo los muchos problemas éticos causados por la utilización de seres humanos 15. El hecho de que durante la década de los sesenta fuera un decidido defensor de la ética frente a los excesos de los investigadores, le ganó un enorme prestigio y le hizo acreedor de gran respeto. Pues bien, toda esta autoridad le sirvió para avanzar con paso firme en este dificultoso tema de la definición del coma irreversible. Su tesis, en tanto que anestesista, fue que a los pacientes que cumplían los criterios especificados en el artículo se les debían retirar todos los soportes vitales, en especial el ventilador. El objetivo directo de Beecher no fue definir la muerte, sino resolver algunos problemas prácticos cada vez más frecuentes en las unidades de cuidados intensivos, y en especial evitar el despilfarro de recursos en este tipo de pacientes. Su tesis es que en esos casos debía ponerse fin a todo tipo de tratamientos. Como consecuencias colaterales de estos planteamientos, estaban, en primer lugar, la posibilidad de extracción de órganos para trasplantes, y en segundo la posible utilización de los cuerpos en coma irreversible o de sus órganos para experimentación. Los criterios de Harvard exigían el cese de todas las funciones del cerebro entero, con pérdida de conciencia y ausencia de reflejos. Es lo que ha dado en llamarse the Whole Brain Criterion. Pero pronto fueron apareciendo otros criterios alternativos. En 1971, J. B. Brierley propuso como criterio no el cese de todas las funciones del cerebro sino la ausencia permanente de las funciones superiores, propias y específicas de los seres humanos. Este criterio, que con posterioridad a esa fecha se ha desarrollado am- pliamente, es conocido en la literatura como the Higher Brain Criterion. A comienzos de la década de los setenta, en 1971, Mohandas y Chou publicaban los que han dado en llamarse «criterios de Minnesota», y con ellos establecen unos criterios alternativos para la definición de la muerte cerebral 16. En esta misma línea se situaron las Conferencias de Reales Colegios de Médicos del Reino Unido de 1976 y 1979, al formular el conocido como «Código del Reino Unido» como definitorio de lo que ahora se empieza a llamar Brainstem Death o también Clinical Death 17. El proceso de esta década se cierra el año 1981, con la publicación del volumen de la President's Commission titulado Defining Death, y con él la definición de muerte conocida desde entonces con el nombre de Uniform Determination of Death Act 18. Todo esto puso a punto un nuevo concepto de muerte alternativo al clásico de muerte cardiopulmonar. Este concepto alternativo fue el de muerte cerebral (brain death). A lo largo de la década se consigue una gran convergencia de opiniones respecto a él, a pesar de que no faltaron voces disonantes. La preocupación más importante fue el peligro y el miedo a que todo esto se hallara un poco acelerado por el deseo de promover la obtención de órganos para trasplantes 19. La voz crítica más autorizada fue, probablemente, la del filósofo Hans Jonas, en sendos artículos publicados en 1969 y 1974 20, 21. Su tesis era que si las medidas de soporte vital ya no son útiles para estos pacientes, es lógico que se retiren, pero que eso no significa que a partir de ese momento pueda considerarse al paciente muerto y proceder a la extracción de sus órganos. Tampoco entiende Jonas que a partir de ese momento se vuelvan a establecer las medidas de soporte vital, precisamente ahora que se ha dicho que no son adecuadas, sólo porque se ve en el paciente un potencial donante de órganos. «Sin duda estamos ante dos cosas: cuándo dejar de aplazar la muerte y proceso del morir y cuándo este proceso ha de contemplarse como agotado en sí mismo y por tanto ha de verse al cuerpo como cadáver, con el que se puede hacer lo que para cualquier cuerpo viviente sería tortura y muerte. Para lo primero no necesitamos saber dónde está la delimitación exacta entre vida y muerte... dejamos a la naturaleza que la cruce allá donde esté, o que recorra todo el spectro si es que hay más de una línea. Sólo tenemos que saber como un hecho que el coma es irreversible, para decidir éticamente dejar de oponer resistencia al morir. Para lo segundo tenemos que conocer la línea con absoluta seguridad; y emplear una definición de muerte menos que máxima para cometer en un estado posiblemente penúltimo lo 21 D. GRACIA que sólo el último permitiría significa arrogarse un conocimiento que (creo yo), no podemos tener: Como no conocemos la línea exacta que separa la vida de la muerte, no nos basta con nada que sea menos que la «definición» máxima (o mejor: determinación característica) de la muerte --muerte cerebral más muerte cardíaca más cualquier otra indicación que pueda ser de interés-- antes de que pueda tener lugar una violencia definitiva 22». Al final de la década de los setenta, el consenso sobre la muerte cerebral estaba prácticamente establecido. De este modo, se hacía posible un nuevo modo de donación, la llamada donación de cadáver. Esto permitió soslayar algunos de los más importantes problemas planteados por la donación en vivo. La donación de cadáver era, sin duda, más adecuada. No sólo se evitaban todos los problemas de posible coacción psicológica o física a los donantes, sino también el peligro de la comercialización. Por otra parte, la oferta podía llegar a ser muy importante, siempre y cuando se estableciera un sistema bien organizado. Un punto interesante en todo el tema de la donación cadavérica fue el de la necesidad o no de exigir consentimiento informado. En la donación de vivo era un requisito esencial. Sin embargo, en la donación de cadáver no podía y quizá no debía serlo. El cadáver podía verse como un bien social antes que como un bien privado. De ahí que pronto se le aplicara la teoría del «consentimiento presunto», según la cual todo cadáver es donante si en vida no ha expresado su voluntad en contrario. Las leyes europeas han sido por lo general de consentimiento presunto, en tanto que en los Estados Unidos ha prevalecido la teoría del consentimimiento expreso. A finales de los años setenta se habían resuelto, pues, varios de los grandes problemas que impedían el desarrollo de los trasplantes de órganos. Uno de esos problemas era la escasez de donantes. Ya hemos visto cómo se ha solucionado, al menos en parte. Otro, la dificultad de encontrar órganos histocompatibles. Esto se resolvió de dos modos distintos. Uno, estableciendo organismos supranacionales que permitieran intercambiar órganos entre poblaciones muy numerosas. El otro fue el desarrollo de inmunosupresores cada vez más eficaces y seguros. Esto hizo que a la altura de 1980 los trasplantes entraran definitivamente a formar parte del arsenal terapéutico de los países occidentales. Se había conseguido un nuevo procedimiento terapéutico, un arma poderosísima para suplir funciones vitales fracasadas de modo total e irreversible. Una nueva era comenzaba. Pero esto, lejos de resolver todos los problemas, no hacía más que plantearlos a un nuevo nivel. Du22 rante las décadas de los años ochenta y noventa los problemas ya no fueron los clásicos, sino otros nuevos, resultado, precisamente, de la introducción de los trasplantes de órganos como un producto más dentro del arsenal terapéutico. LOS AÑOS OCHENTA: LA ÉTICA DE LA DISTRIBUCIÓN Por más que la donación de cadaver permitiera ampliar de modo muy significativo la disponibilidad de órganos para trasplante, estaba claro que el número de órganos disponibles iba a ser sensiblemente menor que el de potenciales receptores. Se estaba, pues, ante una típica situación de escasez de producto, necesitada de unos estrictos criterios de distribución. ¿Cómo distribuir recursos escasos? O dicho de otro modo, ¿cómo seleccionar o clasificar a los pacientes? Esto es lo que en medicina se conoce con el nombre de «triage». El término procede de la medicina militar, y significó en sus orígenes la selección de pacientes que puede y debe hacerse en situaciones catastróficas, como pueden ser una batalla o un gran cataclismo. El problema que entonces se les plantea a los médicos es de saber a quién atender antes, a sabiendas de que los no seleccionados no podrán ser atendidos y muy probablemente morirán. ¿Cuáles deben ser los criterios de clasificación o de selección? En las situaciones catastróficas se considera que deben ser atendidos primero aquellos que son más necesarios para la buena marcha de la sociedad. Por ejemplo, en una guerra tendrían preferencia los generales sobre los soldados, y los soldados propios sobre los enemigos. En caso de un incendio, quienes tendrían prioridad serían los bomberos. Y en las situaciones catastróficas se considera que quienes tienen prioridad son los equipos de ayuda y el personal sanitario. Así entendido el triage, es claro que no resulta justificable más que en situaciones muy críticas, precisamente porque discrimina a unos sujetos sobre otros en función de factores como el rango social o profesional, y no por criterios estrictamente médicos, a la cabeza de todos el pronóstico. El triage sólo se puede aplicar en situaciones de excepción, precisamente porque en las otras se considera que ese tipo de factores no deben ser tenidos en cuenta. En la selección o clasificación de pacientes no deben jugar factores distintos de los estrictamente médicos. Por tanto, en condiciones normales están prohibidos criterios tales como el rango social, el poder político, el nivel cultural, la situación econó-
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